Desde hace muchísimo tiempo llevo la convicción que el rol político más importante en un país es el que cumple el gobierno local y, por consiguiente, su Alcalde/sa. Por ello es que ha vuelto a mi memoria el concepto de “Ciudad Educadora” que alcanzó resonancia e interés en la última década del siglo pasado, para ir decayendo en adelante. Todo comenzó cuando una comisión encabezada por el francés Edgar Fauré, por encargo de UNESCO, entregó el estudio “Aprender a ser” (1973) y allí se hace explícito que las ciudades poseen, por su propia naturaleza, un inmenso potencial educativo y porque una ciudad es, por si misma, “una escuela de civismo y de solidaridad”. Claro que también puede ser todo lo contrario. La idea volvió a aparecer en el “Informe Delors” (1996), de nuevo encargado por UNESCO, en una perspectiva de educar y gobernar como elementos de lo que hoy podría entender como “formar ciudadanos”.
Aunque hubo un intenso despliegue con la finalidad de atraer el interés político sobre el asunto, se puede colegir que el énfasis ya no es el mismo y hasta la denominación ha perdido actualidad, por lo menos entre nosotros. Ello no significa que la realidad se haya olvidado que una ciudad –en la inevitable dinámica de su identidad, prospectiva y cotidianidad- sea el referente ineludible que todos tenemos y en el que se forman (o deforman) nuestros futuros ciudadanos.
Conseguir que los Proyectos Educativos Locales –en los que el rol de los gobiernos locales es de la mayor importancia- armonicen con los que cada colegio formule para hacerse parte viva de su colectividad, es hacer realidad que las ciudades son educadoras.
[18abr24]