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Jueves 26 de abril 2012

El Encebollado de mi buen Alfonso, Pocho para sus amigos

Por: Enrique Mendiola
El Encebollado de mi buen Alfonso, Pocho para sus amigos
Foto: Difusion

“A alguien que llega a casa y no encuentra gran cosa para comer, como me has dicho que sucede contigo algunas veces, le sugiero que se dirija a su nevera y le dé una mirada; ahí nunca falta, como en toda casa peruana, unas cuantas cebollas, un par, eso sí no de las no muy grandes, de las coloradas o, por último, de las otras, esas medio blancas, como tampoco nunca se hacen echar de menos unos buenos tomates, no muy maduros, en igual cantidad que las cebollas”, recuerdo que me dijo hace algunos años mi buen amigo Alfonso que ya no se encuentra entre nosotros.

Entonces yo tenía 19 años, era un muchacho con poca o nula experiencia culinaria. Me veo ahora escuchando boquiabierto cada palabra que Alfonso, Pocho para sus amigos, pronunciaba con un tono casi doctoral, no sin antes beber un buen sorbo de cerveza, de una de las dos o una mezcla de ambas, una helada y la otra sin helar, que llegaban a nuestra mesa.“No me vas a decir que una pizca de sal podría faltar, ya sería mala suerte no tener algo de ella; te lo digo pues en la tienda no te venderían sal pasadas las seis de la tarde; cuestión de superstición, más allá de las seis ni sal ni agujas”, dijo y recuerdo que luego añadió, “por último se la pides a un vecino”.

“Pocho, le pregunté cómo queriéndole tender una trampa, ¿no crees que te has olvidado de algo que es importante?”. “¿De qué?”, me respondió. “Pochito, perdóname, le dije ya entrado en confianza luego de haber compartido media docena de cervezas, te olvidaste del aceite, ¿verdad?”. “Sí y no”, me respondió. “Sabes, en más de una oportunidad, dos o tres veces, no hice uso del aceite, lo preparé con agua; no es lo mejor, pero bueno, al mal tiempo buena cara”, sentenció. “Ah, me olvidaba, lo ideal sería que no te falten un par de buenos huevos, o mejor tres, ya verás por qué; primero salud”, añadió.

“No me vas a decir que no sabes prender una cocina y colocar una sartén sobre una de sus hornillas y al interior de ella un poco de aceite”, enseguida añadió. “No, claro que no, mejor dicho sí, es lo más simple que hay por hacer”, solo atine a decir. “Te sugiero que el fuego no sea muy intenso, y cuando veas que el aceite está lo suficientemente caliente para recibir a la cebolla, así lo hagas, ¿sí?”, recuerdo que me dijo. “Claro que sí” le respondí y vacié de golpe otro buen vaso, bien helado este, de cerveza. “El tomate lo viertes encima de la cebolla una vez que esta ha cedido; añades, al gusto, un poco de sal, remueves la mezcla, y cubres la sartén con una tapa que tampoco falta”, me dijo antes de beber, también de golpe mirando el horizonte, el contenido de su vaso.

Para cuando se trató de hablar sobre qué teníamos que hacer con los huevos, otros temas, entre estos la coyuntura política de entonces, habían ocupado el espacio de El Encebollado. “Supuse, le dije a Pocho algunos años más tarde, que había que batirlos y luego, bien a punto la mezcla de cebolla y tomate, echar este batido sobre esta”. “¿Hice bien?”, le pregunté. “Claro que sí, así lo hacía, así lo hago”, me respondió mi buen amigo. Mi buen Pocho, a quien recuerdo por muchos motivos, pero muy en particular por haberme instruido en este Encebollado que con justicia denominó El Encebollado de Alfonso. Una preparación que me ha acompañado sacándome de apuros, librándome del hambre, en no pocas oportunidades.

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