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Lunes 18 de junio 2012

Al despertar los secretos del chocolate

Por: Sylvia Kurczyn Villalobos, México.
Al despertar los secretos del chocolate
Foto: groovyfoody.com

Gracias por acompañarnos en  Aleluyas de sabor,  hoy que es el primer san lunes, de los seis a los que nos ha convocado el Museo de San Ildefonso, en torno al tema de la exposición de Humboldt, viajero...

El san lunes de que se oye hablar es una expresión tomada de El Periquillo Sarmiento,: “Has de saber que es un abuso muy viejo, y casi irremediable entre los más de los oficiales mecánicos, no trabajar los lunes, por razón de lo estragados que quedan con la embriagada de los domingos, y por eso le llaman San Lunes, no porque los lunes sean días de guarda, por ser lunes, como tú sabes, sino porque los oficiales abandonados se abstienen de trabajar en ellos para curarse la borrachera”. J.  Joaquín Fernández de Lizardi, El Periquillo Sarmiento, Ed. Porrúa, México, 1959. Pag. 136.

Y viene al caso insistir que en México, los escritores costumbristas del siglo XIX hicieron historia, al mostrarnos la vida del mexicano, con sus ideales estéticos, religiosos, modas, gustos, sentimientos, el arte con el que sabrosamente se regodean al describir lo que los habitantes de la época solían comer y beber, cuando ya en esos años se buscaba afanosamente el afirmar su ser histórico, su identidad nacional.

Así es que a principios del siglo en el que nos situaremos para platicar de  los secretos del chocolate (XIX), nos acercamos a los viajeros y a los escritores costumbristas como Guillermo Prieto, quién nos legó una vasta obra literaria como cronista, poeta y creador de pequeñas obras de género. Prieto adoptó el seudónimo de Fidel y bajo este disfraz publicó sus jocosos San Lunes de Fidel. En su libro Memorias de mis tiempos, nos da noticia de lo que comía y bebía la clase media que tenía buen pasar, la que no era tan favorecida y también de los que tenían fortuna.

Para entonces la cocina mexicana tenía ya una larga y bien cimentada tradición, sustentada en las recetas indígenas que reconocían sus antecedentes prehispánicos, la influencia de la cocina española, la caribeña, la africana y la oriental, todas tamizadas durante el período colonial en un completo aleluya de sabores.  

Hablamos de los tiempos en los que el barón Alexander Von Humboldt,  científico de espíritu inquieto visitó México, allá en 1804, cuando en las casas de México se rezaban matinés a las doce de la noche, en las que había un torno monjil que dividía a la familia de la servidumbre, y por cuyo intermedio se servían las comidas.  

Actividad casi continua, la que empezaban muy temprano, a las seis de la mañana, hora en que “nanas y criadas” llevaban a “los señores” un jarro o taza de agua amarga, con la sana idea de ayudar a recoger la bilis de la noche.   

Así es que la cocinera debía dejar toda la noche una olla con agua, hojas de naranjo, cuartos de toronja y una larga raja de canela) sobre las últimas brasas y rescoldos del carbón, y durante las horas de reposo, y así lentamente en el silencio de la noche se cocinaba una infusión.   

Al despertar, una taza pequeña con chocolate en agua, que debía estar muy caliente.

Entre las siete y las ocho el desayuno, se servía café con leche, tostadas, molletes, bizcochos, huesitos de manteca, hojuelas, tamales cernidos y bizcochos de maíz cacahuazintli. (el recorrido gastronómico que a continuación menciono, será el recorrido de los siguientes cinco lunes, ¡no se lo pierdan!, nosotros tardaremos seis días, ellos solo contaron con 24 horas, para lograrlo).

Dos horas después se servía el almuerzo con variados guisados sin faltar los frijoles refritos.  

Una hora después sucedía que llegaban visitas y además de ofrecer  bebidas reconfortantes para el espíritu, había golosinas, soletas y queso fresco.

Sonando la una, la familia se preparaba para la hora de la comida, se servían condimentadas viandas almendradas, alcaparradas, en ocasiones cocinadas con especias y vino, además de tortas y algunos postres.

Una siesta absolutamente necesaria, y a las cinco de la tarde en la iglesia, el rosario, y de regreso en la casa, un chocolate en agua, y el tente en pié con ensalada y un molito ligero.

Ahora deseo invitarlos a imaginar las casonas de época, con una amplia sala, en los rincones mesitas triangulares de madera fina, de esas que descansaban en tres delgadas patas, sobre las mesas grandes nichos, mejor conocidos como capelos que con frecuencia protegían las esculturas de los santos de la devoción familiar, tal vez en uno está un Niño Dios, en otro la Virgen de Dolores y quizá en el tercero un San Francisco, sin faltar en una de estas rinconeras el braserillo de plata con ceniza blanca amontonada en el centro, para guardar prendidas las brasas para que los fumadores encendieran sus cigarros y puros.

En las paredes cuadros de tema religioso como la Santísima Trinidad, ángeles custodios, retratos del señor y señora de la casa, sillones de respaldos empinados, con complicado trabajo de tapicería en los asientos y abultados cojines de tela de damasco. En el centro de la pieza suspendida del techo, la araña de cristal, y que en los días de fiesta se colocaban velas.

Las recámaras con dos camas de cabeceras decoradas, una profusa cortina colgando del techo, que caía a gajos sobre una de las camas, eran de lino con maya blanca y orlas de bolitas, que las hacían lucir  graciosas.  Tal vez esta cama tenía una lujosa sobrecama de damasco de color amarillo, y la otra tendida con una colcha china llegada en la última nao. Las almohadas quizá las de última moda de damasco encarnado con encajes y moños. De nuevo en las paredes cuadros de Santos propicios a la devoción, sin faltar la pequeña pileta del agua bendita, una pieza de plata cincelada con su miniatura en el respaldo, un Cristo y una rama de romero bendito, que no podía faltar.

Madera de caoba para la mesa del comedor, copiando sus pies la garra del león. Alacenas empotradas en la pared, detrás de los delgados vidrios de gota, haciendo gala la loza de China, la vajilla de plata, botellas de las llamadas españolas, cristal veneciano, en contraste,  las sillas con asiento de tule, el lavamanos con su toalla corriente de cenefa azul, terminada con punta de encaje de hilo de algodón, tejido a gancho.

En el tránsito de la cocina al comedor el tinajero, luciendo doradas tinajas de Cholula, loza de Guadalajara y la muy apreciada de Patamban sin faltar los jarros chocolateros, los molinillos nuevos, y suspendidos de la pared formando estrellas, arcos y líneas caprichosas multitud de  chucherías y juguetes, colocados simétricos y con extremada limpieza. (hoy los llamamos recuerdos de viaje).

En la cocina, donde parece ser que nunca había sosiego, eran de notarse en los rincones torres de ollas, colocadas una sobre otras, de mayor a menor, desde el suelo hasta el techo, con ollas que eran como la suplantación de barriles y terminando con ollitas del tamaño de un pozuelo. Sartenes, cacerolas, cucharas, palas y molinillos ocupan su espacio, loza verde de Oaxaca y negra de la tierra, de rigor había dos barriles para el agua, jícaras, y fregaderos. Desde luego no faltaban dos arandelas una para el perico y otra para la vela.

Al cobijo de las estampas de las ánimas benditas y de San Pascual Bailón, el brasero con los espacios alineados para el carbón y encima las múltiples hornillas, aparte y en ocasiones en un cuarto contiguo, otro bracero para leña, con un enorme comal cerca del metate donde se molía  nixtamal para las tortillas.  

Este espacio tan especial, algunas tarde tibias y soleadas, lo usaba  la molendera de chocolate, en un comal tostaba ligeramente las almendras, después el cacao, al que removía con una pala de madera, lo retiraba a una batea de madera, cuando terminaba, poco a poco le iba quitando la cáscara y aún tibio lo molía en el metate, primero solamente las almendras de cacao, y en la batea donde iba cayendo la molienda, lo revolvía con el azúcar, las almendras y una buena raja de canela. De nuevo lo molía en el metate que se había calentado cuidadosamente, colocando debajo de él un bracerillo con brazas de carbón, las que se retiran después de un tiempo para no sobrecalentar la molienda.

A un lado, la tabla de madera lisa y pulida, espera recibir los aros llenos  de chocolate,  mientras las hábiles manos de la chocolatera los frota y alisa para darles brillo, y después habrá de “tortearlos” sobre los sellos para  marcar las líneas divisorias entre cada cuarterón, que es la medida tradicional para cada taza de chocolate. Todos éstos utensilios   únicamente se usaban con éste propósito y se guardaban celosamente.  

Y siempre un armario de palo blanco, con dos puertas, en una de ellas sin confusión se veían agujeros hechos a propósito, para que el queso se mantuviera aireado. Cuchareros, repisa o respaldo con loza de Talavera para el servicio de la cocina.  

Del lado opuesto de la casa estaba el despacho del amo donde había una escribanía de madera, un valioso tintero de plata, el sillón de cuero, en dos estantes la librería. Época en la que florecían las letras y las ciencias eclesiásticas, y a la sombra del templo crecían y se desarrollaban las artes hasta el punto de constituir un motivo de legítimo orgullo escultores, pintores, y sobre todo se acunaban los ideales para la Independencia de México, pero también se predicaba con desprecio sobre asuntos mundanos, se mencionaban los delirios por el chocolate como caprichos, pero lo cierto es que se bebía chocolate sin escrúpulo como honra y decoro de la sociedad chocolatera.

Fortunas, costumbres, literatura y amores olían a chocolate. Y al despertar con el claro de luz, al oír cantar el Gloria in Excelsis del convento cercano, la libertad de una audaz, independiente, rica de seducciones y encantos una humeante y aromática taza de chocolate  servida en la alcoba, tan poético que con razón, esta costumbre disfrutaba del más completo prestigio.

Práctica que imaginamos hacían sensible la acción familiar, confesiones, relatos sobre las relaciones de matrimonios, el espionaje a las vidas ajenas, secretos cuchicheos sobre las flaquezas del alma,  que obligaban a andar de puntillas a los sirvientes y a las hijas de familia.

Al despertar, los recados del chocolate, nos remite al sabor del pasado, a un modo de vivir distinto y genuino, que revive los recuerdos y sirve de explicación a contradicciones del presente.

Remitida por Rodolfo Tafur Zeballos

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