En una entrevista concedida al cotidiano francés Le Monde, publicada el 2 de mayo y reseñada el mismo día en el diario español El País [1], el presidente proclamado sin auditoría imparcial, Nicolás Maduro, declara que impedirá que surja en Venezuela "un nuevo Pinochet". La afirmación de Maduro merece ser analizada con atención, pues devela lo que esconde su subconsciente.
Primero, al presentarse como el bastión contra ese "nuevo Pinochet", Maduro insinúa que en la Venezuela de hoy un personaje de esa naturaleza no se puede descartar.
Segundo, con esa afirmación Maduro deja entrever que no confía plenamente en las Fuerzas Armadas de su país. En efecto, Pinochet es un personaje que salió, no de un partido de la oposición al presidente Salvador Allende, sino de las Fuerzas Armadas de Chile; y si según Maduro a él le toca impedir que surja un Pinochet en la Venezuela de hoy, ese hipotético Pinochet no puede encontrarse sino en las Fuerzas Armadas venezolanas.
Tercero, Allende había designado a Pinochet jefe de las Fuerzas Armadas chilenas por considerarlo un militar leal. Si se transpone la situación a Venezuela como lo hace Maduro, entonces el Pinochet a que Maduro se refiere no puede sino formar parte del círculo de militares allegados al impugnado presidente y al chavismo en general.
Es sintomático de las aprensiones de Maduro el hecho de que haya reservado tan reveladora declaración a órganos de prensa del otro extremo del Atlántico. ¿Acaso no fue que evitó ofrecer la primicia a medios de comunicación de su propio país por temor a atizar la imaginación en los cuerpos castrenses venezolanos?
En realidad, si Maduro estuviese seguro de que cuenta con el respaldo irrestricto de las Fuerzas Armadas venezolanas a su impugnada presidencia, no hubiese hecho esa declaración. Ahora bien, ¿a qué se debe esa desconfianza? ¿No será que duda de sí mismo, de estar a la altura de la función de presidente que gracias al apoyo del régimen castrista logra hoy ostentar? ¿No será que duda, sobre todo, de la viabilidad de su gobierno dadas las condiciones turbias en que fue proclamado ganador de las elecciones del 14 de abril?
A decir verdad, razones no le faltan para abrigar esas dudas inquietantes. Sus primeros días como presidente impugnado han sido un manojo de torpezas, comenzando con los complots que no cesa de inventar, afirmando en cada caso detentar pruebas que nunca se materializan simplemente porque no las hay.
Una de dos: o cree sinceramente en la existencia de esos complots, en cuyo caso podría ser calificado de paranoico; o por el contrario sabe que los mismos son falsos, y entonces pecaría de impostor. Sea lo que fuere, con esos complots anunciados sin fundamento, Maduro se está convirtiendo en el hazmerreír de América Latina, de lo que los venezolanos en general, y la jerarquía militar en particular, no se han de vanagloriar.
Más grave aún, Maduro no se cansa de actuar como tropa de choque contra la oposición, actitud que, como se lo dejara saber el presidente de Uruguay [2], no se compagina con el papel de presidente de la República que él pretende asumir. Justificar como lo hizo las agresiones físicas de que fueron víctimas diputados de la oposición en la Asamblea Nacional pone al descubierto que Maduro no está hecho de la arcilla propia de un jefe de Estado.
Maduro está cometiendo el grave error de utilizar el mismo lenguaje de violencia que llevó al Chile de Allende a un callejón sin salida, como lo reconociera Ricardo Lagos, primer presidente socialista chileno después de la era Allende-Pinochet, al declarar al inicio de su mandato, en mayo del año 2000: "Hay que renunciar al uso de la amenaza o la violencia, incluida la violencia verbal, que tanto perjudicó los procesos de transformación que se intentaron en el pasado". [3]
El ocupante de Miraflores tampoco se cansa de insultar a figuras internacionales cuyo único delito ha sido abogar por la reconciliación de los venezolanos. Los eructos de cólera contra el canciller español, seguidos por otros tantos contra el canciller peruano, no hacen sino achicar todavía más la ya enana estatura internacional del impugnado presidente, de lo que, una vez más, no ha de vanagloriarse ni los venezolanos en general ni las Fuerzas Armadas en particular.
Esos insultos muestran que Maduro está rodeado de trogloditas, pues dentro de su círculo de consejeros y amigos no surgió nadie para recordarle que era al canciller, y no al presidente, a quien le competía responder a las declaraciones formuladas por cancilleres de otros países.
Si a sus indiscutibles límites de estadista se une el hecho de que su presidencia carece de la legitimidad que sólo podía haberle otorgado una auditoría imparcial, y que la avasalladora influencia castrista en el país constituye una espina irritativa dentro de unas Fuerzas Armadas celosas del respeto de la soberanía nacional, es fácil comprender por qué Maduro piensa en su fuero interno que, en la maltratada Venezuela de hoy, podría surgir un Augusto Pinochet.
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