En las últimas semanas nuestro país ha sido informado de numerosos accidentes de tránsito con varios centenares de víctimas mortales, y ninguna autoridad ha dado muestras de haberle importado esta desgracia nacional. ¿Qué sucede en nuestro país? ¿Hasta qué punto el conformismo ha calado en la conciencia colectiva que estas muertes absurdas parecerían no conmoverla y, al contrario, ha hecho que se les admita ya como parte de la idiosincrasia nacional?
Hace algunos años, hallándonos mi esposa y yo en Suecia, una pareja amiga de la pequeña ciudad de Borlange, sede de la gran empresa nacional Aceros Suecos, nos invitó a cenar en su casa. Habíamos comenzado a beber como aperitivo un sorbo de vermut. De pronto, el teléfono sonó. Era la hija de la pareja. Nuestro anfitrión habló con su esposa y ambos se alzaron de hombros.
—Ni tu madre ni yo podremos ir a traerte —respondió el hombre—. Hemos bebido alcohol. Vente como puedas.
A la hora, la joven, de quince años, llegó sudorosa en una bicicleta que le prestaron. Felizmente, estábamos en verano.
Una escena como ésta sería impensable en el Perú. Al contrario, lo común es que muchos conduzcan sus vehículos con un número indeterminado de copas adentro. Es claro que se arriesgan a las severas sanciones administrativas y penales si exceden el límite de alcoholemia permitido, de atraparlos una revisión callejera. Pero estos aparatosos controles son tan raros que uno podría considerarse muy “piña” si se topara con alguno, sin perjuicio de salir airoso del lance con un disimulado y prudencial arreglo privado. Un amigo me contó que por el lado de Barranco, donde hay varios restaurantes, se realizaban esas batidas los viernes y sábados entre la media noche y las cuatro de la mañana, aunque, según él, no por amor al chancho.
Supongamos ahora que un distrito andino ha finalizado la fiesta patronal y que cientos y a veces miles de viajeros desean retornar a sus lugares de origen. Luego de agolparse en las agencias de viajes y comprar sus pasajes, un grupo aborda un ómnibus a las siete de la noche. El chofer, como muchos otros devotos del santo o de la santa, estuvo celebrándolos, sin escatimar la copa “del estribo”, y estaba ya bastante “entonado”, aunque él creía que no se notaba. Se bebió una botella de gaseosa para limpiarse y agarró el timón. Dos horas después empezó a cabecear. Sólo se dio cuenta de esto una señora que no cesaba de mirar, preocupada, la carretera iluminada por los faros del ómnibus, pero se guardó de decir una palabra por cortedad. Los demás pasajeros roncaban. De pronto, la señora advirtió, horrorizada, que el vehículo se inclinaba hacia abajo y ya no supo más de nada. Las crónicas periodísticas dirían luego que el ómnibus se había despeñado cien metros y que los muertos eran veintitrés y los heridos graves el resto.
En otra hipótesis, imaginemos que se trata de un viaje diurno de un autobús por una carretera asfaltada y que el chofer ha almorzado copiosamente en uno de esos restaurantes ante los que se detienen por acuerdo con los dueños de éstos, y bebido, muy responsablemente, sólo una gaseosa. Partió a las ocho de la mañana y debe estar en la ciudad de destino a las ocho de la noche. Conduce él solo. A las dos horas, la fatiga y el calorcito comienzan a adormecerlo. Un momento después no puede evitar un cabeceo. A ochenta kilómetros por hora, un vehículo avanza algo más de veintidós metros por segundo, y un cabeceo puede durar cuando menos unos tres segundos. En esos sesenta y siete metros hay tiempo de sobra para salirse del canal y embestir un vehículo que viene en sentido contrario o para estrellarse contra una roca lateral o irse a un precipicio.
Cierta vez patrociné jurídicamente a una señora en un juicio por indemnización debida a un accidente. Ella esperaba su micro en una esquina. Eran las siete de la noche. Súbitamente llegaron dos micros, disputándose la delantera para recoger pasajeros. El de la derecha, cerrado por el otro, se subió a la vereda y estrelló a la señora contra un pilar. Los dos choferes siguieron de largo a toda velocidad. Por fortuna, un automóvil del serenazgo venía detrás. Los persiguió y detuvo. El proceso fue contra los choferes y los propietarios de los micros, quienes, finalmente, tuvieron que pagar la indemnización. Los choferes salieron rápidamente de la comisaría y desaparecieron.
Ejemplos, como los referidos hay miles, sin contar las imprudencias de los hijitos de papá, embriagados o drogados, que pierden la vida, estrellándose al amanecer contra otros vehículos o los pilotes de algún puente, o volcándose.
No es verosímil que las carreteras afirmadas de la accidentada superficie de nuestro país, emparentadas estrechamente con los abismos, causen por sí los accidentes. Los choferes que circulan por ellas las conocen como la palma de su mano y, si están sobrios y descansados, alcanzan sin dificultades su destino. De lo contrario, sólo los más audaces y temerarios se aventurarían por ellas. Lo que no quiere decir que esas carreteras deban quedarse sin asfaltar.
¿Fallas técnicas? Son cada vez más raras, por la propia conveniencia de los propietarios de los vehículos.
El Reglamento Nacional de Tránsito (Texto Único Ordenado por el Decreto Supremo 016-2009-MTC, 22-4-2009) con sus 131 artículos, 38 disposiciones adicionales y 2 anexos, densos y largos, si bien señala lo que se debe hacer y no hacer, se basa en la sacralización de las multas. Sus destinatarios, que son sobre todo los conductores, pueden considerarse notificados y amenazados con este Reglamento, de acuerdo con el artículo constitucional según el cual la norma es obligatoria desde el día siguiente de su publicación. ¿Hay algún conductor común que sepa siquiera la décima parte de este Reglamento?
La norma jurídica se halla, en esencia, asegurada por la sanción. Pero antes de llegar a ese extremo, es preferible que sea cumplida por propia voluntad, conveniencia o sentido cívico y ético. Para que esto suceda debe ser profusamente difundida y conocida por todos, gracias a la acción del propio Estado a través de los medios de comunicación. Para los legisladores y burócratas, en cambio, primero es la sanción y, estultamente, para ellos los problemas sociales deben resolverse con la represión y aumentando la duración de las penas y el monto de las multas. No les interesa comprobar si este método reduce la criminalidad y ahuyenta el incumplimiento de la ley o si, por el contrario, los exacerba.
Los conductores de ómnibus, camionetas y camiones interprovinciales y urbanos son, casi totalmente, trabajadores en relación de dependencia. Están sujetos, por lo tanto, al régimen laboral de la actividad privada y, como parte de éste, a las sanciones por la comisión de faltas o por inaptitud para el trabajo, definidas genéricamente. Pero esta normativa es insuficiente para la actividad profesional que realizan.
No existe en nuestro país un estatuto del chofer o conductor profesional, en el cual se establezcan los requisitos para hacerse cargo del transporte de pasajeros y carga, y sus obligaciones y derechos.
El Convenio 153 de la Organización Internacional del Trabajo, de 1979, tiene algunas normas sobre la duración del trabajo en el transporte por carretera, que no debe exceder de cuatro horas seguidas, lo que implica llevar dos choferes por unidad si el viaje dura más, y sobre el descanso diario de los conductores, que no debe ser menor de diez horas. Sin embargo, a pesar de su exigüidad, este Convenio no ha sido ratificado por nuestro país, ni existe en los Poderes Legislativo y Ejecutivo la intención de hacerlo.
Por la importancia del transporte automotor por tierra, las autoridades nacionales, regionales y municipales deberían aplicarse a su control, por lo menos para verificar que los conductores de autobuses, camionetas y camiones no partan embriagados y sin haber dormido lo suficiente. Tal vez esto sea demasiado para la Ministra de Trabajo, que parece reposar apoltronada en su sillón, pensando más en sus antiguos comitentes (un pajarito me contó que fue apoderada o defensora de Ripley, entre otras firmas), que en la función de tutela y control inherente a la administración pública del trabajo.
Se requiere una campaña nacional de educación, valiéndose de los periódicos y las emisoras de televisión y radio, de manera de hacer que todos se conviertan en actores de un control activo y permanente de los medios de transporte y los conductores.
Además, se debería establecer que las multas por infracciones al Reglamento Nacional de Tránsito deberían ser pagadas, por partes iguales, por los propietarios de los vehículos de transporte (culpa in eligendo e in vigilando) y por sus conductores, como autores directos de las infracciones. La protección del trabajador no conlleva el consentimiento de su conducta irregular, en especial cuando se trata de la seguridad de la vida y la salud de las personas.
Por último, una norma debería establecer la obligación de los conductores de vehículos automotores de llevar, como parte de la documentación de éstos, un ejemplar del Reglamento Nacional de Tránsito. Muchos lo leerán alguna vez y, además de rememorar sus disposiciones, podrán aprovechar la ventaja adicional de saber qué infracción les imputa la policía cuando los detenga en la vía pública.
(20/10/2013)