Varios colegas de otros países destacados en Madrid para cubrir lo que entendían como la coronación de un nuevo rey se vieron sorprendidos por la austeridad casi espartana de la ceremonia, la escasez de banderas y de público en las calles, la ausencia de líderes extranjeros, la contención de los gestos, la sencillez del acto en el Congreso y la brevedad y sobriedad del discurso del Monarca.
En Washington se reúnen cada cuatro años más de medio millón de personas para escuchar las primeras palabras de un nuevo presidente, que exhibe al aire libre su mejor oratoria, desfila entre muchedumbres y acude al final del día a media docena de fiestas entre las muchas que las distintas comunidades y grupos de la sociedad civil convocan para celebrar la vigencia de su democracia.
Nada de eso se observa con la misma naturalidad entre un pueblo como el nuestro que, por haber sido sometido durante décadas a la tergiversación de la historia, recela de la épica nacional y exige con mucha insistencia —ahora más que nunca— hechos y no palabras.
Con esas precauciones por delante, es obligado decir que la jornada de proclamación del nuevo Rey resultó deslucida y que el discurso del Monarca fue pobre, carente de la trascendencia y solemnidad del momento. Estoy convencido de que las cualidades de Felipe VI exceden con mucho a la calidad de su intervención ante las Cortes, de la que, por cierto, el último responsable es el Gobierno, a quien constitucionalmente le corresponde la responsabilidad de supervisar y vetar las palabras del Rey.
Pronunciar un discurso sin riesgos produce el efecto de decir poco. En todo caso, Felipe VI dijo menos de lo esperado, lo que seguramente tranquilizó a La Moncloa, donde la parquedad es la norma, pero sin duda causó cierta frustración en otros círculos —se le había pedido, por ejemplo, utilizar todas las lenguas que se hablan en España— y, en su conjunto, transmitió al proceso de relevo en el trono un aire de fragilidad y vacilación que podía haberse evitado.
Fue un discurso simple, correcto, pero débil, sin la relevancia requerida. En resumen, una ocasión perdida. Afortunadamente para él, este es solo el primer día de su reinado. Es a partir de ahora cuando tendrá que demostrar su auténtica valía, su utilidad, el importante papel que se le tiene reservado. El Rey lo sabe de sobra y, aunque es verdad que sus palabras de ayer debían de haber sido adornadas con una mayor carga emocional y altura retórica, cabe decirse en su descargo que cualquier exceso en ese sentido podría haberse vuelto en su contra en un país que está para poca poesía.
Destaquemos, pues, lo que el Rey dijo en cuanto a su compromiso para ayudar a la mejora de nuestro sistema democrático. Y, en ese aspecto, el más importante del discurso desde mi punto de vista, merecen atención especial las referencias a una Corona “honesta, íntegra y transparente”, así como las alusiones a una España en la que quepan todos y a una nación socialmente más justa, defendiendo lo que él llamo “la dignidad” de los afectados por la crisis.
Es ahí donde radican los principales males de la España de nuestros días. Sospecho que tras el debate entre Monarquía o República se oculta otro menos artificial y más profundo sobre las deficiencias de la democracia española que, 39 años después del juramento del primer Rey constitucional, está pidiendo a gritos reformas.
Algunos utilizan esa necesidad de cambios para justificar una estrategia absurda de destruirlo todo. Esa es la mejor receta para el fracaso. Pretender cambiarlo todo al mismo tiempo suele conducir a no cambiar nada.
Eso tampoco debe de ser, sin embargo, pretexto para el inmovilismo, que acaba haciéndose cómplice de los predicadores de la revolución. Lo más valioso de la jornada de ayer es que los españoles escuchamos a un jefe de Estado que propiciaba la adaptación de nuestro sistema —empezando por la institución que él mismo representa— a las demandas del siglo XXI. Les corresponde a los representantes elegidos por los ciudadanos poner en marcha los instrumentos que permitan esa actualización. Pero resulta estimulante escuchar palabras de aliento desde una posición, efectivamente, heredada, pero también independiente y alejada de la confrontación ideológica.
No puede quedar ahí el trabajo de Felipe VI. Hay muchas cosas que puede hacer a partir de ahora dentro de los límites que le marca la Constitución, empezando por hacer efectiva su promesa de ejemplaridad. Puede igualmente dar algunos pasos que prueben que este es un país en el que caben todos, incluidos los que no se sienten españoles, y que la ley está al servicio de todos, también de los que se quieren separar de España, siempre que ejerzan sus derechos sin atropellar los derechos de los demás. Puede y debe insistir el Rey en que los españoles no nos permitamos presumir de nuestro bienestar hasta que este no sea verdaderamente compartido.
Fue este, por tanto, un comienzo de reinado con poco lustre, tal vez acorde con nuestro carácter y con nuestra realidad actual: parco en ostentación y mesurado hasta el punto de confundirse con un cierto complejo histórico. Pero fue un comienzo que apunta en la dirección correcta, que aborda el debate auténtico, que no es el de Monarquía-República, sino el del mejoramiento de nuestra democracia y de nuestra convivencia.