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Lunes 30 de marzo 2015

¡Desahóguese, Monseñor!

"¡Desahóguese, Monseñor!. Es evidente que usted se siente atraído por el representante Bruce. Su curiosidad, su insistencia, su perseverancia y hasta la descripción física que hace de él lo indican.", dice Eduardo González Viaña en las líneas que nos ofrece.
¡Desahóguese, Monseñor!
Foto: Difusión


Eduardo González Viaña, autor de estas líneas 

 

Hasta la semana pasada, cuando nos llegaban las noticias horripilantes del “califato islámico”, una sensación de alivio nos decía que, en nuestros países y en la religión que practicamos, el tiempo de la bestialidad en nombre de Dios había quedado muy atrás.

En Mosul degollaban a cristianos y a chiítas y sometían a la esclavitud de la violación a sus mujeres e hijas. En el resto del territorio ocupado, siguen destruyendo monumentos, ciudades milenarias y obras de arte porque supuestamente son idolatrías.

Un clérigo afirmó que era necesario echar abajo también las pirámides de Egipto. Y además, en el año 2001, varios aviones secuestrados por fanáticos suicidas incineraron a 3000 personas en Nueva York.

De todas formas, nosotros nos creíamos libres de esa interpretación criminal de la palabra de Dios. La suponíamos enterrada en los archivos nefastos de la memoria de la inquisición y de las cruzadas.

En el Perú, un país considerado moderno, comenzamos a darnos cuenta de que la perversidad irracional seguía ejerciéndose cotidianamente en nombre de la justicia ordinaria, pero que nosotros no lo advertíamos debido a la escasez de medios noticiosos independientes.

Lo supimos cuando una mujer condenada por el delito de terrorismo tuvo que sufrir el asesinato de su esposo y las bestiales violaciones de la soldadesca mientras que el juez de su causa las justificaba y le añadía diez años a su condena por denunciarlas.

Y nosotros seguimos pensando que eso podía ocurrir en cualquier institución, pero no en nuestra iglesia. Nos descubrimos engañamos cuando llegó a la máxima silla de poder en aquella un cardenal enajenado por el odio contra sus hermanos y para quien los derechos humanos solamente podían ser descritos como una palabra grosera.

Además de que hay centenares de sacerdotes pobres y honestos que de veras representan la palabra del hijo del carpintero, en esos momentos pensamos en usted, monseñor.

Usted tenía una larga trayectoria en la defensa de los pobres tanto en Chimbote como en cualquier otro lado el país. Usted era lo opuesto al cardenal. Ahora resulta ser su mimética expresión.

¿Tendremos que decirle a usted que los homosexuales también son hijos de Dios? ¿Es acaso preciso añadir que deben ser tan amados por El como usted o como nosotros?

La ley de la unión civil que se presentó en el Congreso no nos obligaba a seguir sus caminos de vida. Nos proponía, en cambio, tolerarlos, entenderlos, amarlos, y formar con ellos una comunidad de personas justas y felices.

Usted estaba en desacuerdo como muchos en el Perú, pero los discordantes no expresaron su oposición como lo ha hecho usted. Además, ellos no son altos personajes de la Iglesia católica ni mucho menos tiene alguno la misma trayectoria de hombre justo que usted.

Y usted buscó la palabra hiriente para descalificar al propulsor de la medida. Buscó usted una palabra como se busca un cuchillo afilado, y la encontró.

No contento con ello, cuando la opinión pública le exigió retirarla, se ratificó en el dicterio y le añadió cierta pornografía al describir el aspecto físico del representante Bruce.

Usted tiene una fijación, Monseñor. Usted está fascinado por el ejercicio del pecado. Usted ha dicho, describiendo al parlamentario, que es tan gordo que podría reventar. Usted, también, podría reventar. ¡Desahóguese, Monseñor!

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